Alberto Acosta
Economista ecuatoriano. Profesor universitario. Exministro de Energía y Minas. Expresidente de la Asamblea Constituyente. Autor de varios libros. Correo: [email protected]
Romper las tradiciones puede ser más complejo que saltar sobre la sombra de uno. Aceptar a la Naturaleza como sujeto de derechos recae en tales complejidades. Se tolera reconocer derechos casi humanos a personas jurídicas, pero no a la vida no humana.
A lo largo de la historia, cada ampliación de derechos fue antes impensable. La emancipación de los esclavos o la extensión de los derechos a los afroamericanos, a las mujeres y a los niños y niñas fueron rechazadas por considerarse absurdas. Incluso la aceptación de los Derechos Humanos ha demandado y demanda aún una permanente lucha. En suma, el reconocimiento del “derecho a tener derechos” se ha conseguido siempre con luchas políticas para cambiar aquellas visiones, costumbres y leyes que negaban esos derechos; luchas que devienen en fuente pedagógica potente que exigen claridad conceptual y voluntad de cambio.
Así emerge, con fuerza, el desafío transformador de reconocer los Derechos de la Naturaleza, pasando de un mero enfoque antropocéntrico a uno socio-biocéntrico que reconozca la indivisibilidad e interdependencia de todas las formas de vida y que, además, mantenga la fuerza de las obligaciones y normas propias de los Derechos Humanos. El fin es fortalecer y ampliar el régimen de los Derechos Humanos, complementándolos y profundizándolos con nuevas generaciones de derechos, en este caso los Derechos de la Naturaleza, como parte de la permanente emancipación de los pueblos.
El disfrute de los Derechos Humanos no puede separarse de un medio ambiente sano. La degradación ambiental induce a graves violaciones de los Derechos Humanos, del derecho a la salud, comida, agua, vivienda, trabajo. Por ejemplo, la expansión de la frontera extractivista atropella a personas y comunidades que defienden la tierra y el medio ambiente, afectando cuerpos, subjetividades y territorios. Los más afectados son los Guardianes de la Madre Tierra, sobre todo los pueblos indígenas que viven en una interdependencia indisoluble con la Naturaleza y reconocen en su vida el valor intrínseco de la Madre Tierra.
Una importante opinión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos confirma explícitamente la relación intrínseca entre el disfrute de los Derechos de Humanos y un medio ambiente sano y va más allá al especificar que “el derecho a un medio ambiente sano como derecho autónomo, a diferencia de otros derechos, protege componentes del medio ambiente, como bosques, ríos, mares y otros, como intereses legales en sí mismos, incluso en la falta de certeza o evidencia sobre el riesgo para las personas individuales. Se trata de proteger la naturaleza y el medio ambiente no solo por su conexión con una utilidad para el ser humano o por los efectos que su degradación podría causar sobre los derechos de otras personas, como la salud, la vida o la integridad personal, sino por su importancia para los otros organismos vivos con quienes se comparte el planeta, que también merecen protección en sí mismo”
Esto demanda fortalecer el principio de responsabilidad de los seres humanos para preservar los ciclos naturales de la Naturaleza y reconocer su relevancia. Pero hay que ir más allá. Debemos entender y aceptar, en la práctica, que los seres humanos somos Naturaleza. No podemos seguir explotándola y destruyéndola. La Naturaleza pueda existir sin seres humanos, pero nosotros no podemos vivir sin nuestra Madre Tierra. Al respecto es clara la Encíclica Laudato Si: “Nosotros mismos somos tierra. Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta” Y va más allá el Papa Francisco, cuando afirma que “Estamos incluidos en la Naturaleza, somos parte de ella y estamos interpenetrados.”
A los Derechos de la Naturaleza se los considera como derechos ecológicos, a diferencia de los derechos ambientales, que surgen desde los Derechos Humanos. Estos derechos ecológicos buscan proteger ciclos vitales y procesos evolutivos, no sólo las especies amenazadas o las áreas naturales. Se fijan en los ecosistemas, en las colectividades, no en los individuos. La justicia ecológica pretende asegurar la persistencia y sobrevivencia de las especies y sus ecosistemas, como conjuntos, como redes de vida. Más allá de indemnizar a los humanos por el daño ambiental, busca restaurar los ecosistemas afectados. En realidad, se deben aplicar simultáneamente las dos justicias: la ambiental para las personas, y la ecológica para la Naturaleza; son justicias estructural y estratégicamente vinculadas.
El tránsito de la “Naturaleza objeto” a la “Naturaleza sujeto” ha empezado. Noción que vive en las percepciones de los pueblos indígenas desde hace mucho tiempo atrás. Incluso podemos hablar de un “derecho salvaje”, propio de la Madre Tierra. Eso sí, tenemos que destacar el gran impulso dado en la Asamblea Constituyente de Montecristi en Ecuador, cuando se constitucionalizaron por primera vez los Derechos de la Naturaleza.
Entendiendo que el colapso ambiental es una cuestión global, es hora de impulsar la Declaración Universal de los Derechos de la Naturaleza, desde la propuesta formulada en la Cumbre de la Tierra de Tikipaya, en Bolivia, en 2010. Igualmente urge establecer un tribunal internacional para sancionar los delitos ambientales, contra las personas y la Naturaleza como se propuso en la misma Cumbre.
En síntesis, los Derechos de la Natraleza no se oponen para nada a los Derechos Humanos. Es más, sin duda que ambos grupos de derechos se complementan y potencian. Pronto llegará el día para construir una declaración conjunta de derechos para la Humanidad y la Naturaleza, en tanto ambos son derechos para la vida.